El vicegobernador de la federación de kárate pertenece a una familia de samuráis.
Al llegar al restaurante, hay una boda celebrándose. Jaleo. Palmas. E invitados sin corbata. Pero Kenyu Mabuni (Osaka, Japón, 1951) rehúsa la invitación de unirse al grupo con una sonrisa y tira por tierra, de paso, el tópico del flamenco y los japoneses. No será lo único que desmienta este risueño ingeniero de telecomunicaciones y vicegobernador de la Federación Mundial de Kárate. Si algo queda claro a lo largo de la conversación, a la que asiste un traductor de japonés, son dos cosas: que los orientales no hacen cola para romper ladrillos y que el cine de acción ha hecho mucho, mucho daño.
Mabuni llegó a Madrid hace unas semanas a ojear nuevas promesas en el abierto de kárate que se celebró en la localidad de Torrejón de Ardoz. Quién mejor que él, que podría protagonizar sin problema una cinta de culto. La versión extendida de su biografía dice, no en vano, que proviene de numerosas generaciones de guerreros que se remontan al siglo XIV. Y que es familiar directo del diablo Oshiro, que, además de tener nombre de malo de película, fue un valiente samurái que ayudó en su época a conquistar los tres reinos en los que se dividía por aquel entonces la isla de Okinawa. Donde nació la leyenda de esta familia.
Con este guion, no es de extrañar que uno se pregunte el porqué de su elección profesional. La respuesta también le viene de familia: llegado el momento, su madre le instó a estudiar una carrera porque del kárate, le dijo muy seria, no se vive. Con un marido y un suegro karatecas parece que era más que suficiente: 18 generaciones de guerreros son muchas generaciones.
Mabuni aprendió de su padre todo lo que sabe de kárate. Fue él quien le empezó a moldear con cuatro años bajo la atenta mirada del abuelo, que fue quien popularizó el estilo de kárate de la familia, conocido como shitoryu —uno de los más practicados en España—, y quien abrió el kárate a las mujeres, algo que estaba prohibido en su época.
La lástima es que ahora ni el 1% de los japoneses sabe kárate, se queja. “La gente se piensa que todos los orientales somos karatecas. Es una visión muy americana”, desdeña. Consecuencia, tal vez, del cine, que les viste a todos como samuráis, ¿no? “Las películas están bien para entretenerse, pero el auténtico karateca entrena kárate para no tener que usar el kárate”. ¿Usted nunca lo ha usado? “Bueno, una vez, en secundaria, tuve una pelea con un gamberro... y le partí la rodilla”.
De casta le viene al galgo. Aunque él es ingeniero, como repite una y otra vez. De hecho, ha trabajado como tal en varios países como Francia, EE UU o Alemania. En Hamburgo, revela, sus compañeros de trabajo se enteraron de su linaje y le pidieron que les transmitiera su sabiduría. “Pero no saqué partido de ellos. Eran muy malos”, traduce su acompañante.
Las clases oficiales las da en Tokio, en el gimnasio de su padre, de 95 años. ¿No le hubiera gustado vivir la época de sus antepasados? “Se vivía muy bien porque tenían muchos sirvientes, pero también tenían que hacerse el haraquiri”, reflexiona a carcajadas. “Pensándolo mejor, me quedo como estoy”.
Eso incluye su actual situación sin hijos. O lo que es lo mismo: con el trono de la 19ª generación de los Mabuni sin un guerrero sucesor.
Fuente: http://sociedad.elpais.com/